Las reglas han tenido una función evolutiva a lo largo de la
historia. Pero nuestra sociedad también está diseñada -tal vez a pesar suyo-
para limitar el grado de injerencia que podemos tener frente a reglas que sólo
deberíamos seguir ciegamente.
La Irrefutabilidad no es una
virtud en una teoría (como la gente
suele pensar) sino un vicio.
-Karl Popper
Desde el código genético hasta el movimiento de los astros, todo en el universo está regido por reglas y leyes que como seres humanos nos permiten observar cierta tendencia al equilibrio en medio del caos total. Nuestra sociedad no es la excepción. La historia de la humanidad podría leerse como la tentativa de crear reglas para disminuir la incertidumbre frente a un entorno natural hostil y aumentar nuestras posibilidades de supervivencia. Sin embargo, el ser humano es un ingrediente caótico en sí mismo. Y tal vez el hecho de que a veces nos guste romper las reglas no sea sino una reacción evolutiva, paradójicamente, para sobrevivir.
Tenemos reglas de comportamiento, de etiqueta, para regular
nuestras relaciones en ámbitos sociales, comerciales, políticos tanto como en
los ámbitos privados: desde cómo sentarnos en la mesa hasta condicionarnos a
no decir groserías, la infancia y el juego nos enseñan que ser adulto es
saber seguir reglas. El lenguaje son reglas. Las reglas son civilización y la
civilización es posibilidad de hacer más civilización, de existir en la Tierra
en un entorno controlado que excluya las amenazas que atenten contra nosotros.
El problema es que somos nosotros quienes estamos encerrados con nosotros
mismos en la burbuja ilusoria de la civilización.
¿Se han fijado qué pasa en las calles cuando los semáforos
dejan de funcionar? Caos. Todos tratan de tomar el paso. Un despistado cede y
otros aprovechan: comer o ser comido. Nada ha cambiado desde hace unos 40 mil
años de “civilización”. Las reglas (los semáforos) están ahí para que no
tengamos que lidiar con nosotros mismos, para darnos la ilusión de que hay todo
un sistema en torno nuestro que se preocupa por nosotros, que no dejará que
nada nos lastime: el discurso político no es más que la propagación de esa
ilusión. Los políticos pretenden hablarle en primera persona a cada ciudadano
para asegurarle de que él o ella son importantes porque el Estado es una regla
en sí misma, la culminación y la posibilidad de continuidad del aparato de
regulación y control que llamamos sociedad.
Es por la existencia de reglas que la gente en las grandes
ciudades necesita cada vez menos de su cerebro para ser buenos conductores en
las calles, por ejemplo. No es necesario: hay señales que te indican a dónde ir
y cómo; el semáforo te dice si avanzar o detenerte; el GPS de nuestros
teléfonos inteligentes incluso nos dicta la ruta más corta, y está lista para
hacer cambios en el plan de viaje en caso de que nuestra impericia al volante
nos haga perder la salida que debíamos tomar. Hemos ido tan lejos que el pensar
mismo (es decir, el cuestionar la existencia misma de las reglas, aunque sea
para calibrar si sus beneficios siguen siendo deseables) es socialmente
proscrito: las universidades no quieren investigadores que cuestionen las
metodologías, sino que las sigan apropiadamente; los centros de trabajo no
buscan innovación (pese a que sea prestigioso afirmar lo contrario) sino
obediencia. La televisión muestra un catálogo de las funestas consecuencias
sufridas por quienes rompen las reglas: desde los noticieros hasta los reality
shows, somos advertidos de las consecuencias de cuestionar el status quo. La
libertad, hoy, es la libertad para cambiar de canales, en la rueda de hamster
del zapping.
Todo discurso tiene fallas (incluido este), pero lo
importante es no perder la capacidad de cuestionar desde nuestra propia
subjetividad el estatuto de verdad de los discursos a los que estamos
expuestos, vengan de la familia, la sociedad o los mass media. Una sociedad
altamente estructurada como la nuestra nos permite acotar la incertidumbre a la
que estamos expuestos; sin embargo, para una sociedad donde toda variable y
toda incertidumbre está de antemano desactivada y prevista, nuestro cerebro es
irrelevante. La opción no es vivir en medio de la selva (donde, por otra parte,
nuestra capacidad de adaptación sería forzada hasta sus límites, así como
nuestra creatividad, nuestra inteligencia y nuestra inventiva, como en Robinson
Crusoe), sino cuidarnos de no convertirnos en robots obedientes sólo para poder
ser funcionales en una sociedad a todas luces disfuncional.
Autor: pijamasurf
Autor: pijamasurf
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